PICOS DE EUROPA

UN PARQUE NACIONAL CENTENARIO

 

 

 

 

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Cien años y mil razones

Transcurrido un siglo desde que los Picos de Europa fueron declarados parque nacional, es oportuno celebrar la existencia de esta reserva natural que comparten Asturias, Cantabria y Castilla y León, ahondar en su conocimiento, recuperar su historia y desmenuzar sus atractivos

TERESA COBO

La fauna más salvaje de la península ibérica, una flora endémica, paisajes soberbios y modos de vida agrestes y ancestrales han perdurado en un espacio configurado por cumbres calizas que superan los 2.600 metros de altitud, por simas abisales, por bosques, montes y prados, por brañas, pastizales y sembrados, por valles, gargantas y otros accidentes de un terreno en el que brincan los ríos y se remansan los lagos. Verde y gris, a menudo blanco, unas veces con retazos amarillos, lilas o rosados bajo un lienzo azul, y otras con mantos rojos, ocres o cobrizos. El horizonte muda de color en los Picos de Europa. Este territorio singular que supera las 67.000 hectáreas y en el que se diluyen las fronteras de Asturias, Cantabria y Castilla y León fue declarado parque nacional hace cien años, cuando era la Montaña de Covadonga, un embrión que ha crecido acunado por esa figura protectora.

Un siglo después de aquel 22 de julio de 1918 en el que el rey Alfonso XIII sancionó la ley de creación del primer parque nacional de España es el momento oportuno para celebrar la mera existencia de este lugar, para completar el relato de sus orígenes y de su devenir, y para analizar la realidad en la que se ha convertido, con el desafío siempre abierto de consolidar sus órganos y planes de gestión. El Comercio, El Diario Montañés y El Norte de Castilla, los tres periódicos del grupo Vocento que se publican en comunidades autónomas con territorio en los Picos de Europa, se adentran con este suplemento en un universo único y compartido para ahondar en su conocimiento y divulgar las maravillas que atesora.

Los Picos de Europa son un enclave de extraordinaria riqueza paisajística, biológica, histórica, cultural y emocional, condicionada por la peculiaridad de ser el único parque nacional habitado. Los lugareños viven bajo el paraguas de una tutela legal que preserva el entorno, pero también impone restricciones a los usos y aprovechamientos del territorio no siempre bien toleradas por la población. Los humanos son parte del ecosistema, una especie más que se ha aclimatado a este exigente medio en el que cohabitan, a veces en delicado equilibrio, con indómitos vecinos como el oso o el lobo. Si antaño úrsidos y cánidos tuvieron como único predador al hombre, que los dejó al borde de la extinción, ahora aquel viejo enemigo es el garante de la supervivencia de estos imponentes animales que en ocasiones dañan sus bienes y contravienen sus intereses, pero también le brindan nuevas oportunidades para obtener beneficios y para crear empleo.

La vida en Picos se debate entre la conservación y el progreso, entre el deber de preservar la belleza del patrimonio natural y la necesidad de rentabilizarla. Actividades tradicionales peligran si no reciben apoyo o se adaptan estimuladas por la fuerza tractora del turismo, que ha abierto un abanico de posibilidades.

El guardián de refugio que pasa la noche solo en la montaña y asoma para admirar un cielo que nadie más verá, o duerme en compañía de los últimos aventureros a los que ha cobijado en la guarida que custodia; el buitre que monda los huesos de un ternero y el ganadero que lamenta esa pérdida, el pastor que llora la muerte de sus ovejas, las lobas que las han matado, la cabra que arroja piedras al desfiladero en sus saltos por los riscos, la patrullera que observa a través de unos prismáticos a una osa con sus esbardos, el rebeco que corre por peñascos y collados, el rescatador que avanza entre la nieve sin saber si le espera un cadáver o alguien vivo; la panadera que serpentea por carreteras retorcidas y empinadas al volante de una furgoneta con su carga de hogazas, el senderista que rumia sensaciones recientes mientras desciende en el funicular de Bulnes con una porción de Cabrales en su mochila, el quesero que ha elaborado ese alimento con paciencia artesanal, el montañero que consulta en su móvil el itinerario de la ascensión que emprenderá cuando se apee del teleférico de Fuente Dé, el guía que muestra las sorpresas de una ruta como si las descubriera por primera vez. Todos están en este cuaderno. Ellos, y muchos más.

Una mujer lava la ropa en el lago Ercina, al pie del macizo del Cornión. :: Marqués de Santa María del Vill / Archivo Vocento

En esta publicación conmemorativa repasamos la geografía, la orografía, la demografía y la etnografía del parque nacional, hacemos recuento de sus especies vegetales y animales, ofrecemos los perfiles de sus gentes, recorremos cada una de las cimas de los tres macizos y relatamos cómo se forjaron las leyendas de los pioneros que se atrevieron a coronar las crestas rocosas. Retratamos a personajes como el poliédrico y determinante Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós, pero también a héroes anónimos obligados a jugarse la vida para traer de vuelta a quienes arriesgan o pierden la suya cautivados por una pasión que los conduce sin remedio hasta las cumbres de la Cordillera.

El Parque Nacional de los Picos de Europa atrae cada año a más de dos millones de turistas por motivos que se desmenuzan en estas páginas en las que han trabajado durante meses periodistas, fotógrafos, editores, diseñadores, documentalistas y profesionales de la infografía de El Diario Montañés, El Comercio y El Norte de Castilla, y en las que han participado expertos en las diferentes materias que se abordan. El parque de Picos cumple cien años. Y hay mil razones para visitarlos.

Asturias, Cantabria y Castilla y León prestan territorio al «reino encantado de los rebecos y las águilas»

Asturias

Covadonga, con sus lagos, y Bulnes, con su funicular, son dos de las enseñas de los Picos. Incluye territorio de los concejos de Amieva, Cabrales, Cangas de Onís, Onís, Peñamellera Alta y Peñamellera Baja

Cantabria

El funicular de Fuente Dé es su principal entrada al Parque Nacional, que se extiende por tierras de los municipios de Camaleño, Cillorigo de Liébana y Tresviso

Castilla y León

Su gran puerta de entrada al corazón del parque es Caín, a través de la Ruta del Cares. Toma tierras de Oseja de Sajambre y Posada de Valdeón

La identidad de un territorio

Las gentes que se adaptan al paisaje y lo moldean
son el auténtico corazón del Parque Nacional de los Picos de Europa

MIGUEL ROJO

Cuando el Rey Pelayo enarboló hace 1300 años en la batalla que supuso el inicio de la Reconquista la Cruz de la Victoria, símbolo de los asturianos que aun hoy destaca en su bandera, el paisaje que le rodeaba era el de la montaña de Covadonga, germen del actual Parque Nacional de los Picos de Europa. Un área inhóspita para el invasor musulmán en la que el veloz discurrir de sus rugientes ríos y el verde de los bosques, regados por la incesante lluvia y teñidos por el blanco de la nieve en invierno, marcaron desde siempre el carácter indómito de sus gentes. Fueron precisamente el agua y el hielo los que dieron forma a lo largo de los siglos al paisaje que el 22 de julio de 1918, hace ahora 100 años, fue declarado por el rey Alfonso XIII Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, el primero de los de su clase en el territorio español.

Por supuesto, todo comenzó mucho antes. Los impresionantes bloques calizos que dan forma a los tres macizos de los Picos – el Occidental o Cornión, el Central o de los Urrieles y el Oriental o de Ándara– nacieron por efecto de la compresión de los sedimentos depositados bajo el ahora llamado mar Cantábrico durante el período Carbonífero, entre 345 y 280 millones de años atrás. Posteriores periodos de levantamiento y pliegues tectónicos alzaron a los hoy gigantes picos de piedra muy por encima del nivel del mar, doblegando el terreno, cicatrizándolo.

Los glaciares y los ríos –el Cares, del Duje, el Sella y el Deva– fueron moldeando junto a los devenires climáticos esos bloques, cuya mayor altura se alcanza en el macizo de los Urrieles, con los 2.650 metros de la Torre Cerredo que, sin embargo, cede protagonismo al emblemático Naranjo de Bulnes o Picu Urriellu (2.519 metros), símbolo del parque, vertical bloque calizo, peligrosa atracción para montañeros de todo el mundo. Típicos de los paisajes kársticos son también las cuencas de drenaje, llamodos ‘jous’ por los lugareños, hoyos labrados por las aguas que se filtran a través del terreno dando forma a un inmenso sistema de cuevas y complejos subterráneos, con simas que alcanzan los 1.600 metros de profundidad, caso de la cabraliega Torca del Cerro del Cuevón, la más profunda de España.

Todos estos datos vienen a cuento de que ha sido precisamente esa caprichosa distribución del paisaje la que condiciona la forma de ser de sus habitantes: un territorio agreste, complicado de caminar, inmenso solar pétreo que, desde las alturas, permite ver el cercano mar. Fue en el Paleolítico Superior, hace entre 35.000 y 10.000 años, cuando aparece la especie humana en escena. La preferencia por los abrigos rocosos de aquellos grupos de cazadores ha dejado importantes muestras de arte rupestre en las cuevas de la zona baja: la Covaciella en Cabrales, el Buxu en Cangas de Onís, Llonín en Peñamellera Alta, o las cercanas Tito Bustillo y El Pindal, en Ribadesella y Ribadedeva.

Pico Urriellu. Pío Canga (centro), Alfonso y Miguel Martínez, en 1942. :: José Ramón Lueje

Fue a partir del Neolítico cuando el hombre domestica los primeros animales herbívoros y aprende a cultivar la tierra, apareciendo así los primeros pobladores de los Picos de Europa, que subían temporalmente desde los valles a los pastizales de montaña en los meses de verano, donde había abundancia de alimento para el ganado, y levantaron las primeras cabañas, dando forma a un paisaje que, sin ellos, sería diferente. Porque son los pastores los que a lo largo de los siglos marcan las sendas con sus pisadas, los que que eliminan matorrales y dan forma a los pastos de las majadas con la ayuda de sus animales. Los que levantan ‘murias’ o paredes de piedras, luchan con la fauna salvaje y se nutren de sus frutos. Los que aportan el equilibrio necesario a un ecosistema con más de 2.000 especies vegetales –robles, hayas, fresnos y castaños–, poblado de lobos, rebecos, buitres, jabalíes, nutrias y osos. Todos ellos son los firmantes de la belleza de su paisaje.

Grupo retratado a la entrada de una casa en el pueblo de Bulnes. :: Otto Wunderlich (1886-1975) / Fototeca de patrimonio histórico

La identidad de los Picos de Europa, bien sea en Asturias, donde nació el actual parque, Cantabria o Castilla y León, las tres comunidades por las que se extiende el territorio protegido, no se entendería sin alguno de esos tres sustentos: unas montañas indómitas, una naturaleza exuberante y el ser humano que puebla los territorios.

Torre Cotalba. Menéndez, Pedro Pidal, un niño, un pastor y Garrandi, en 1908. :: Saint-Saud

El aislamiento de esas gentes, que dejaban sus pueblos para subir en soledad a las cabañas, marca aún hoy su carácter, dulcificado con la llegada del turismo y las nuevas tecnologías. Fueron muchos etnógrafos, historiadores y estudiosos los que, a lo largo del siglo XIX, fueron retratando, de palabra primero, con la imagen después, las características de este subyugador territorio.

Fue la protección hace un siglo del entonces parque de la Montaña de Covadonga empeño personal del marqués de Villaviciosa, Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós (Gijón, 1870-1941), noble de cuna, activo político, jurista, periodista, escritor, cazador, y deportista –ganó la primera medalla olímpica española en París, en 1900, al quedar segundo en la competición de tiro al pichón–. Fue también el primero que escaló el Naranjo de Bulnes, en compañía de Gregorio Pérez, ‘El Cainejo’.

Expedición a Picos. ‘Memoria fotográfica de un viaje’ 1894 :: Colección José A. Torcida

Cuentan las malas lenguas que Pidal no habría podido lograr la cima sin la ayuda de su ‘sherpa’ cabraliego, pero la Historia, con mayúscula, la escriben los de fuera, no los lugareños.

Sus restos mortales –así lo pidió el marqués– descansan en el Mirador de Ordiales, quizás uno de los lugares más impresionantes de los Picos de Europa, donde fueron trasladados en curiosa procesión por un grupo de montañeros el 18 de septiembre de 1949. El epitafio de su tumba, labrado en piedra, es toda una declaración: «Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearíamos vivir, morir y reposar eternamente, pero, esto último, en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los Cielos y de la Tierra, allí donde pasé horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como Supremo Artífice, allí donde la Naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo». El texto original, escrito por él mismo como prólogo para un libro sobre el parque nacional, añadía una frase más: «Debajo de esos húmedos helechos, que reciben el agua de los Picos, y arrimada a esa roca enmohecida por los vientos fríos, dejaré que mis huesos se deshagan a través de los siglos».

Expedición a Picos. ‘Memoria fotográfica de un viaje’ 1894. :: Colección José A. Torcida

Allí sigue custodiando sus dominios, él que siempre quiso, como recoge aquella primera legislación, «respetar y hacer que se respete la belleza natural de sus paisajes, la riqueza de su fauna y de su flora y las particularidades hidrológicas y geológicas que encierran, evitando de este modo, con la mayor eficacia, todo acto de destrucción, deterioro o desfiguración por la mano del hombre».

Actualmente, el Parque Nacional de los Picos de Europa es por su extensión el segundo mayor de España tras Sierra Nevada y ocupa una superficie total de 67.455 hectáreas en tres comunidades autónomas diferentes. Pero su magnitud se queda pequeña ante esas pequeñas contradicciones que dan identidad a su territorio. Tierra de montañas al lado del mar, de gentes ariscas pero hospitalarias. Paisajes de gran belleza llenos de traidoras simas y agujeros, elevadas cumbres que tantas muertes se han cobrado, pero que, como imanes del espíritu, atrapan a quien los contempla.

Un siglo de evolución

A lo largo del último siglo, los Picos de Europa han visto cómo se pasaba de una economía de subsistencia a un modelo basado en el turismo. El funicular de Bulnes y el teleférico de Fuente Dé son dos claros ejemplos

MIGUEL ROJO y JOSÉ AHUMADA

Hace un siglo que el tiempo se detuvo en el Parque Nacional de los Picos de Europa, cien años durante los que el resto del país se transformaba y modernizaba mientras este territorio permaneció prácticamente ajeno a los cambios: si hubiese dos fotografías aéreas para poder comparar el antes y el después, únicamente podría apreciarse cierto crecimiento en los pueblos que se encuentran en su interior y el trazado de nuevas y contadas infraestructuras.

Así como la actividad humana ha dejado su huella sobre el paisaje de los Picos de Europa, la del resto de sus habitantes, todas las especies animales que lo pueblan, permanece oculta entre bosques y peñascos.

No es tarea fácil evaluar cómo ha evolucionado la fauna del parque desde 1918, principalmente porque no hay muchos datos de ese punto de partida: siendo un hermoso terreno de caza, el único recuento de animales en aquellos días era el de las piezas cobradas.

«La fauna está en mejor estado de conservación que hace cien años –asegura Ángel Serdio, codirector cántabro de Picos de Europa–; todos están mejor porque antes se cazaban: la protección de muchas especies ha propiciado que se mantengan las poblaciones, e incluso que mejoren. Eso pasa, por ejemplo, con los osos y con los lobos: de su exterminio en el parque hemos pasado a la situación actual, con unos setenta individuos, como mínimo, repartidos en seis manadas».

A otros animales, sin embargo, no les ha ido tan bien: pasó con los desaparecidos cabra montesa, perdiz nival y quebrantahuesos –que se está reintroduciendo–, y con el urogallo, que ha sufrido una merma importantísima.

Una reata de mulas, con sus guías, cruza el puente sobre el río Urdón. :: Archivo Vocento

«La paradoja es que, en origen, el de los Picos de Europa se considera un paisaje muy hermoso, pero no se percibe el valor de las comunidades humanas, principalmente dedicadas a la ganadería, ni su aportación a ese paisaje: se crea un parque ignorando un poco ese factor humano que ha sido fundamental y que ha sido necesario reaprender en estos cien años», apunta Santos Casado, profesor del Departamento de Ecología de la Universidad Autónoma de Madrid y profundo conocedor del parque.

Efectivamente, en los Picos de Europa el hombre es una más de las especies que lo habitan y también cumple su función en el equilibrio del ecosistema. Tradicionalmente dedicado al cuidado del ganado menor (ovejas y cabras), sus animales contribuían a desbrozar el bosque y conformar esa vista de verdes pastizales. Cuando, con el tiempo, se ha ido abandonando ese modo de vida de los vecinos, el manejo del bosque se ha ido dejando, produciendo un cambio que favorece, por ejemplo, a los jabalíes, que han ido ganando terreno, mientras lo perdían otros animales como las liebres y los urogallos, que crían en el suelo.

La protección del espacio, desde su declaración de parque nacional, ha supuesto que la intervención humana sobre el territorio haya sido mínima. «Básicamente, lo que se ha hecho es tomar algunas medidas para favorecer a la población local. Picos de Europa es el único parque nacional con población dentro, sujeta por ello a una serie de condicionantes, y debe tener algún tipo de compensación si queremos que se mantenga un modo de vida tradicional», explica Ángel Serdio.

Ese es el motivo que está detrás de los cambios en infraestructuras, marcados por un necesario desarrollo: las mejoras en los viales en la zona de los Lagos, que ya existían antes debido a la actividad minera, y la carretera a la localidad cántabra de Tresviso, que hasta hace unas décadas sólo era una pista de tierra, son dos ejemplos de ello. Otro, aunque distinto y más aparatoso, es el funicular de Bulnes, inaugurado en 2001 para proporcionar a esta localidad asturiana una vía de contacto con el mundo, pues es la única población sin comunicación por carretera y construirla supondría un coste ambiental inasumible.

Un caso distinto es el del teleférico de Fuente Dé, que empezó a funcionar en 1966. «Era una época en que se pensaba en el turismo recreativo –apunta Serdio–; hoy no se haría: es un recurso turístico de primera magnitud y se intenta que el impacto, por el número de visitantes, sea asumible».

En cualquier caso, puede decirse que a lo largo de este último siglo el Parque Nacional de los Picos de Europa ha pasado de basarse en una economía tradicional de subsistencia a ser uno de los puntos de atracción económicos de su entorno de la mano del turismo, la hostelería y otros servicios. Eso sí, sin dejar atrás la tradición agraria y pastoril que le da carácter, aunque de una forma más profesionalizada y siempre respetuosa con el medio ambiente.

Salida del Funicular de Bulnes. ::  Nel Acebal

No en vano, la industria quesera es sólida en las tres comunidades que le prestan su territorio: desde los potentes quesos azules de Cabrales o Valdeón, a los Quesucos de Cantabria, de curación media, entre los que podemos destacar los Ahumados de Áliva y Camaleón. Sin olvidarse del Gamonéu, una de las delicias del parque, que está considerado uno de los quesos más caros de España, si no el que más, superando su precio los 40 euros el kilo.

En época de gran afluencia, la subida a Los Lagos está prohibida en coche desde 2004

¿Pero en qué ha cambiado el modo de vida de aquellos que lo elaboran? Para entenderlo, basta seguir con el ejemplo del queso de Gamonéu. Las piezas que alcanzan ese precio son las llamadas ‘del puerto’, que son elaboradas por un reducido grupo de queseros al modo tradicional, madurando en cuevas de alta montaña sus piezas y obteniendo unos resultados mucho más irregulares que los queseros ‘del valle’, donde las queserías se han sumado a la Denominación de Origen Protegida y tienen que cumplir unos estándares de calidad en sus procesos que tienen como resultado un producto mucho más homogéneo, de coste, además, mucho más reducido. Dicen los que saben que un queso ‘del puerto’, si sale bueno, es el mayor manjar del parque.

Entre los cambios más reseñables a lo largo de estos cien años está la Ruta del Cares, que nació prácticamente con el parque nacional y lo hizo a base de dinamita: la que hoy es una de las vías senderistas más conocidas de España se abrió paso entre Caín y Poncebos para facilitar el mantenimiento del canal de agua que alimenta la central hidroeléctrica de Camarmeña, en su extremo asturiano. El canal fue inicialmente construido entre los años 1916 y 1921, y posteriormente ampliado entre 1945 y 1950. E igual que llegó la luz, llegaron las carreteras y los todoterrenos, que permiten ‘subir’ a las majadas en minutos a través de rutas que antaño, a pie, llevaban horas. Llegaron también los helicópteros, que permitieron construir y abastecer refugios a los pies de los picos más innacesibles. Llegaron en definitiva los turistas, los montañeros fueron horadando todas las cumbres y abriendo vías cada vez más complicadas en paredes como el Naranjo de Bulnes o Picu Urriellu. Y llegaron las caravanas de coches en los meses de verano, que obligaron a poner en marcha en 2004 un plan de acceso especial en los Lagos de Covadonga, uno de los puntos calientes del parque. Ahora, en fechas de máxima afluencia, se deja el coche en uno de los aparcamientos disuasorios para subir y bajar en autobús hasta las zonas más visitadas del parque. ¿Quién se lo iba a decir a los pastores que tenían allí sus cabañas hace ahora 100 años?

EL FIN DE LA MINERÍA

Una actividad que tuvo su auge durante la I Guerra Mundial

Se tiene constancia de la explotación de plata y oro –quizás pirita– en sus montañas, pero no fue hasta el siglo XIX y principios del XX cuando los Picos se convirtieron en un lugar en el que las compañías mineras pusieron sus ojos, sobre todo por el zinc. En la I Guerra Mundial, toda Europa compraba este mineral para fabricar armas, y esta actividad dejó huellas en el parque y en su entorno. Huellas que hoy son un recuerdo, pero que se extendieron hasta finales de los años 70 del siglo pasado y que fueron poco a poco relegadas por las política proteccionistas.

Los pioneros que dejaron huella

Una figura destaca en la galería de personajes que han contribuido a hacer de Picos lo que es hoy en día. Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, amante de la naturaleza, aventurero y algo excéntrico, fue el artífice de la creación del parque nacional

JOSÉ AHUMADA

De toda la galería de personajes que han contribuido a hacer del Parque Nacional de los Picos de Europa lo que es hoy en día, hay una figura que destaca entre todos: la del marqués de Villaviciosa. Los 27 nombres con que, como buen aristócrata, fue inscrito en la partida de bautismo, armonizan a la perfección con la personalidad poliédrica de Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós –Perico, para el círculo más íntimo–. Él fue el verdadero artífice de la declaración de Picos de Europa como espacio protegido, un proyecto que abordó como una misión en la que sus múltiples facetas –noble con influencias, empresario, político, gran orador, enamorado de la naturaleza, cazador certero y hábil escalador– se combinaron a la perfección para llevarlo a buen término.

Desde su nacimiento –Somió (Gijón), 1869– en una familia de quince hermanos, parecía claro que Pedro Pidal estaba llamado a alcanzar metas importantes: tanto su padre como su abuelo, abogados, se habían dedicado a la política, ocupando puestos destacados, y él siguió sus pasos cursando la carrera de Derecho. Poco después de licenciarse, contrajo matrimonio con Jacqueline Guilhou, rica heredera –su padre era dueño de la Fábrica de Mieres y controlaba el negocio minerosiderúrgico–, acontecimiento social sonadísimo que le valió, como regalo de bodas de la reina María Cristina, su marquesado.

Pedro Pidal acostumbraba a pasar sus veranos en Asturias, disfrutando de la naturaleza y de la caza. Era un excelente tirador, como prueba su medalla de plata –en realidad, le obsequiaron con una pipa– en los Juegos Olímpicos de París, en 1890. También aprovechaba su tiempo libre para recorrer Picos de Europa y escalar sus montañas, deporte en el que también destacó –su gran gesta, la primera ascensión al Naranjo, el ‘Picu’, será tratada más adelante–.

En 1961. El político socialista Ramón Recalde, prácticando el montañismo en los Picos de Europa con equipos y vestimentas muy distintos a los de hoy.  :: Archivo Vocento

Contagiado del espíritu conservacionista de la época y de la fiebre regeneracionista que buscaba en España nuevos asideros al ideal patriótico, el marqués puso todo su empeño en la promulgación de una ley de parques nacionales, para lo que llegó a viajar a Estados Unidos, con el fin de conocer las experiencias de Yellowstone y Yosemite. Empleó la prodigiosa oratoria que le había dado fama como diputado conservador –ya entonces era senador vitalicio–, para exponer en las Cortes su proyecto, que fue aprobado a finales de 1916 y que abrió la puerta a la protección de Picos.

A esta ley, y a poner en práctica sus ideas sobre la conservación de la naturaleza, dedicó desde entonces la mayor parte de sus esfuerzos, hasta el punto de descuidar su actividad empresarial en la Fábrica de Mieres.

Después de la Guerra Civil, el marqués de Villaviciosa se retiró a su Asturias natal. Murió en su domicilio de Gijón el 17 de noviembre de 1941, y fue enterrado en el panteón familiar de Covadonga. Siete años después, respondiendo a su póstumo deseo de reposar en el mirador de Ordiales, uno de los lugares que más amaba, sus restos fueron llevados hasta allá por una comitiva de montañeros, familiares y amigos.

Ciertamente, todo el afán de Pedro Pidal no habría bastado de no contar con el apoyo de Alfonso XIII, otro personaje clave en la historia del parque. Aficionado a la caza, como el marqués, compartió con él jornadas cinegéticas en Picos de Europa. Es posible que él, como Pedro Pidal, decidiera en algún momento que los animales que allí vivían y tanto se divertía matando merecían ser protegidos; más probable parece que la influencia del marqués y la propia corriente naturalista de la época le llevaran a secundar la idea de crear un parque nacional en las montañas de Covadonga.

El rey llegó a conocer razonablemente bien la zona, que ya frecuentó su propio padre, Alfonso XII. De todas sus cacerías, la de 1912 fue la más documentada. Fueron tres días durante los que el monarca y sus acompañantes acabaron con 96 rebecos –se supone que él mismo abatió veinte–. El Chalé Real de Áliva, un edificio prefabricado de estilo inglés donde se alojó, permanece en pie como recuerdo de aquellas jornadas. Fueron, sin duda, unas vacaciones provechosas, ya que, horas después de abandonar Picos de Europa, Alfonso XIIIrecibía en Santander las llaves del palacio de La Magdalena, un regalo de la ciudad.

Seis años más tarde, y tras haber sancionado la ley por la que nacía el parque nacional desde su retiro veraniego en San Sebastián, Alfonso XIII y su esposa, la reina Victoria Eugenia, lo inauguraban, el 8 de septiembre de 1918, haciéndolo coincidir con el XII centenario de la Batalla de Covadonga.

Pero el rey y el marqués no fueron, ni mucho menos, los primeros en quedar cautivados por el encanto de Picos de Europa. Desde mediados del XIX, geólogos, topógrafos e ingenieros de espíritu aventurero se habían dedicado a estudiarlos a fondo: llegaban con la única intención de explotar sus riquezas mineras y salían de allí enamorados de un paisaje grandioso que los poseía.

El Naranjo, o Picu Urriellu, ha atraído a generaciones de alpinistas, y sigue haciéndolo

Casiano de Prado (1797-1866), geólogo e ingeniero de minas, fue uno de los primeros exploradores de Picos. Su afán era alcanzar la cumbre más alta del macizo, que él atribuyó a la Torre del Llambrión, para realizar mediciones. Tenía 59 años cuando lo logró. Sus reflexiones durante la noche previa a la ascensión demuestran que a esas alturas el empeño científico había quedado arrinconado por la magia del lugar: «Nunca como en la soledad de aquel sitio y en el silencio que me rodeaba el espectáculo del cielo estrellado hizo en mi alma una impresión tan profunda, y durante algún tiempo permanecí como en éxtasis».

Por aquellos años rastreaba las riquezas mineras de Asturias el alemán Guillermo Schulz (1800-1877), otro geólogo e ingeniero recordado sobre todo por rebautizar el Picu Urriellu como Naranjo de Bulnes en sus estudios topográficos. El nombre, probablemente fruto de un error, quedaría firmemente asentado.

Más interés tiene el trabajo del cartógrafo francés Jean Marie Hippolyte Aymar d’Arlot (1853-1951), conde de Saint-Saud, cuyos planos fueron la base sobre la que se elaboraron los primeros mapas de Picos de Europa. En realidad, fue una especie de espía a quien el Estado Mayor francés encargó recopilar datos geográficos y geodésicos del Norte de España, un objetivo camuflado en su actividad deportiva, pues era miembro del recién constituido Club Alpino Francés. Con sus compañeros hizo cima en la Morra de Lechugales, Peña Vieja y Torre Cerredo.

Al alemán Gustav Schulze (1881-1965) se debe la primera investigación en profundidad sobre la geología de la zona, aunque sea más recordado por su faceta de alpinista que por sus logrados estudios: fue él quien realizó la primera ascensión en solitario al Naranjo.

 

LOS PERSONAJES

 

Alfonso XIII
Luz verde al Parque: El rey Alfonso XIII (1886-1941), inspirado por la corriente naturalista de la época, sancionó la ley que permitía la creación del espacio protegido
Pedro Pidal
El inspirador: Puede afirmarse que el parque de Picos es consecuencia del empuje del marqués de Villaviciosa (1869-1941), enamorado del lugar
Gregorio Pérez
Primera subida al Naranjo: ‘El Cainejo’ (1853-1913) encabezó la cordada que, junto con el marqués de Villaviciosa, logró hacer cumbre por vez primera en el Picu
Casiano de Prado
Explorador pionero: Geólogo e ingeniero de minas, Casiano del Prado (1797-1866), dejó constancia de sus ascensiones en Picos
Guillermo Schulz
Rebautizó el Naranjo: El geólogo alemán Guillermo Schulz (1800-1877) cambió de nombre el Urriellu. Debió de tratarse de un error en sus estudios topográficos
Jean Marie Hippolyte Aymar d'Arlot
Espía y escalador: El conde de Saint-Saud (1853-1951) llegó de Francia para recopilar datos geográficos, una misión que camufló con su actividad deportiva
Gustav Schulze
El Picu, en solitario: El alemán Gustav Schulze (1881-1965) realizó la primera investigación geológica en profundidad de la zona, pero se le recuerda más por ser el primero en hacer cumbre en solitario en el Naranjo
Los Martínez
Estirpe de montañeros: Con su ascensión al Naranjo en 1916, Víctor Martínez, vecino de Camarmeña, daba origen a una estirpe de montañeros. Sus hijos Juan Tomás y Alfonso abrieron la vía más popular para subir
Rabadá y Navarro
El coloso, vencido: La pareja de alpinistas aragoneses logró, en 1962, ascender al Naranjo por la cara oeste
José Antonio Odriozola
El funicular: José Antonio Odriozola (1925-1987) unió su condición de ingeniero a su amor por la montaña para proyectar el teleférico de Fuente Dé

César Pérez de Tudela, con parte de su equipo, contrariado por un temporal que obligó a aplazar la primera ascensión invernal a la cara oeste del Naranjo de Bulnes en 1973. :: EFE

Cuando se habla de los pioneros de la escalada en Picos de Europa, es obligado nombrar a Gregorio Pérez, ‘el Cainejo’ (1853-1913), compañero del marqués de Villaviciosa en la primera subida al Picu. Si en su día fue este último quien acaparó toda la gloria de aquella gesta, el paso del tiempo fue dando el protagonismo que se merecía a la mitad más humilde de aquella legendaria cordada. Es cierto que la iniciativa de aquella escalada partió de Pedro Pidal, quien se tomó como cuestión de orgullo nacional que fuera un español quien pisara por vez primera aquella cima inaccesible. Se había preparado a conciencia: viajó a los Alpes para mejorar su estilo; en Londrés adquirió una buena cuerda de pita y en Madrid, unas alpargatas con suela de cáñamo. Ya de vuelta a Asturias buscó quien pudiera acompañarle en su aventura, y así oyó hablar del Cainejo y de su asombrosa destreza para trepar por los riscos.

Cuando este pastor, que ya había cumplido los cincuenta, supo que el aristócrata le andaba buscando, pasó una noche entera andando para presentarse ante él al amanecer. El plan de encaramarse adonde no llegaban ni los rebecos debió de parecerle un disparate, pero dijo que sí. La jornada siguiente la dedicaron a subir Peña Santa de Enol y Torre Santa, lo que sirvió para que ambos pudieran evaluar las habilidades del otro y quedaran conformes y confiados con la compañía.

El 5 de agosto de 1904 esa extraña pareja se plantó ante la pared: la cuerda que llevaban unía dos mundos completamente distintos, el del noble audaz y algo excéntrico con el del humilde pastor de aldea que tan bien conocía su tierra. Fue el Cainejo quien encabezó la ascensión, descalzo y asegurado de forma precaria, subiendo a veces a pulso al marqués y utilizando los hombros e incluso la cabeza de este como apoyo en los pasos más complicados hasta lograr su objetivo. También hay que decir que si llegaron hasta arriba gracias a las dotes de Gregorio Pérez para la escalada, pudieron regresar vivos abajo por los conocimientos técnicos de Pedro Pidal. Por esta gesta, Alfonso XIII nombró al Cainejo guarda mayor del coto de los Picos de Europa. Aún hoy, cuando el Picu está recorrido por decenas de vías que llevan a la cumbre por todas sus caras, cualquier montañero sigue asombrándose de que alguien pudiera subir allí con tan pocos medios.

Doce años más tarde de aquella primera ascensión, en 1916, Víctor Martínez, un escalador de Camarmeña (Cabrales) devolvió al marqués un trozo de cuerda que dejaron colgando de la pared durante su descenso tras realizar la misma ruta en solitario. ‘Los Martínez’, como terminó conociéndose a esta estirpe de escaladores, fueron los primeros guías de montaña de Picos de Europa, siendo Víctor, y sus hijos Juan Tomás y Alfonso, los más relevantes. Entre los tres sumaron cientos de ascensos al Urriellu, ayudando a subir a muchísimas personas. Juan Tomás y Alfonso abrieron en 1944 una vía por la cara Sur que lleva su apellido –‘Directa de los Martínez’–, que es desde entonces la más utilizada por los alpinistas.

Con esta montaña, la más emblemática de Picos, se han ido midiendo desde entonces generaciones de escaladores, y ha sido escenario de proezas y desgracias. Si en los primeros tiempos el único objetivo era la ascensión, poner el pie arriba por la ruta que fuese, las mejoras técnicas y la progresiva especialización de los montañeros fueron fijando nuevos retos. Y uno sobresalía sobre los demás: escalar la cara oeste.

Naranjo de Bulnes. Juan Tomás Martínez, Carmen Sánchez y Alfonso Martínez, en la cima del Picu Urriellu, el 29 de junio de 1946.  :: Carmen Sánchez

Hubo que esperar hasta 1962 para que los aragoneses Alberto Rabadá y Ernesto Navarro lo lograran, abriendo una vía después de dormir cuatro noches en la pared. Después llegaron los intentos de subirla en invierno, tentativas que se cobraron las vidas de varios montañeros (Berrio, Ortiz, Ruiz, Mayral…). El Picu cedió por fin en 1973, cuando dos cordadas lograron llegar. En una iban Miguel Ángel García Gallego, ‘el Murciano’, y José Ángel Lucas; en la otra, César Pérez de Tudela y Pedro Antonio Ortega, ‘el Ardilla’.

A otro montañero, José Antonio Odriozola (1925-1987), se debe que hoy el público pueda disfrutar de parte de esa belleza escondida detrás de gigantescas moles de piedra. Ingeniero industrial, fue él quien tuvo la idea de construir el teleférico en Fuente Dé, un ingenio que salva en minutos un desnivel de casi 800 metros, gracias al que, desde 1966, los visitantes pueden admirar lo que antes estaba reservado a unos pocos.

LA CONQUISTA DE LA MONTAÑA

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